1. Bagration
La madrugada del 22 de junio de 1944, tras un mes de relativa calma, la artillería roja amartillaba las líneas fascistas. Tras el bombardeo, las columnas blindadas avanzaban, seguidas por la infantería, aguijoneando los puntos escogidos a lo largo de un frente de casi 2.000 kilómetros de longitud. Las defensas alemanas, maltrechas y confusas, sucumbían al imparable avance del Ejército Rojo. Mientras se batían en retirada, las unidades de la Wehrmacht reconocían en las columnas humeantes los refuerzos que nunca habían llegado. La aviación roja los había bombardeado. Así empezó la Operación Bagration, la ofensiva con la que la Unión Soviética selló el destino de la Segunda Guerra Mundial.
La noche del 20, o quizá del 21 de junio, lejos de los blindados y de las trincheras, un grupo de hombres se agolpan en la linde del bosque. Uno de ellos viste como un marinero del Mar Negro. Otro, como un Istrebki del NKVD. El resto, parece, son campesinos. Van armados de forma pobre y dispar, y la única ametralladora con la que cuentan la carga una mula. Delante de ellos se encuentra el ferrocarril que une Polozk y Vitebsk. Al sureste, la línea férrea cruza el río Obol. El mando soviético les ha encargado detonarla a la altura del efluvio. Y así lo hacen. Cuatro hombres disponen los explosivos, y el resto preparan la defensa. La patrulla de las SS, embarcada en un semioruga, no tarda en llegar, y el tiroteo comienza en la oscuridad. Seis, o tal vez siete minutos después, las bombas detonan. El ferrocarril se hunde en el río, y el ejército desarrapado desaparece en el bosque. Los muertos no podrán unirse a la ofensiva que, aunque no lo sepan, está a punto de suceder. No saben, tampoco, cuán colosal ha sido su hazaña. Llevan casi tres penosos años empuñando las armas tras las líneas enemigas, y del destacamento original apenas quedan dos o tres. Pero la victoria que está a punto de suceder sería inexplicable sin su trabajo. Los caídos esta noche incierta no engrosarán el quinto frente de la Operación Bagration, conformado por 300.000 partisanos.
Desde el preciso instante en que la primera bota fascista se posó sobre la patria de los trabajadores, la resistencia había comenzado. Formada en sus inicios por unidades rezagadas que arengaban a la población que quedaba tras las líneas enemigas, el ejército desarrapado de los partisanos soviéticos llegó estar compuesto por 600.000 guerrilleros. Coordinados por el Mando Central del Movimiento Partisano, organismo creado ad hoc en 1942, la guerrilla soviética centró sus actividades en sembrar el caos tras las líneas fascistas. A finales de 1943, los partisanos controlaban el 60% de la extensión de la República Socialista Soviética de Bielorrusia. En Ucrania, la guerrilla no solo se enfrentó a las divisiones de las SS, sino también a los ocupantes rumanos y a los grupos fascistas ucranios. En vísperas a la batalla del Dniéper, los partisanos ucranios, junto con los bielorrusos, rusos, lituanos, letones, estonios y fineses, acabaron con 90.000 raíles, 1.061 trenes y 53.000 soldados nazis. Los destacamentos partisanos se movían pendularmente: del bosque a la villa, de la villa al bosque, recibiendo órdenes cuando y como podían. Repartían octavillas y propaganda entre la población, los jóvenes komsomol y los viejos comisarios realizaban, si podían, mítines y formaciones clandestinas en graneros y postas. Muchas unidades, las que se lo podían permitir, se arreglaban alrededor de un soviet.
La guerra de guerrillas fue instrumental en la victoria final del Ejército Rojo. Pocas veces se repara en ella, siendo infravalorada la capacidad disruptiva de sus operaciones, la ingente cantidad de individuos que engrosaron sus filas. Sin el sacrificio de cientos de miles de partisanos, de hombres y mujeres corrientes, el avance del ejército soviético habría sido mucho más lento y costoso, y la barbarie desatada por los nazis, carente de resistencia, habría tenido un alcance mucho mayor.
Hemos optado por arrancar este escrito con el partisanismo soviético por una razón muy sencilla: la guerra de guerrillas es inseparable de la práctica militar revolucionaria, encontrándola incluso en aquellas operaciones cuyo centro de gravedad reposaba sobre la guerra regular. A diferencia de lo que propone el revisionismo, la guerrilla, aunque nace en oposición al ejército formal, no es incompatible con él. No es cosa de campesinos, no fundamentalmente, como tampoco se circunscribe al terreno rural, a los países eminentemente agrícolas. La guerra de guerrillas es una de las formas que adquiere la lucha de clases cuando se transforma en conflicto armado, uno de los más poderosos recursos con los que cuenta el proletariado en su consecución de la victoria.
Con este artículo nos proponemos, entonces, introducir el papel que la guerra de guerrillas juega en la lucha armada revolucionaria. Será, por fuerza, limitado, incompleto. Nos dejaremos muchas cosas en el tintero, y no podremos desarrollar tantas otras a tenor de los límites que supone escribir un texto de estas características. Es bien seguro, sin embargo, que en la antología «La guerra de guerrillas a la luz de los clásicos del marxismo leninismo» que Ediciones Uno en Dos ha publicado encontraréis material que os permitirá ahondar en el papel que la guerrilla juega en la lucha por la emancipación de la humanidad. Pero no nos extenderemos más. Entremos en materia.
2. De la guerra
Hace cerca de doscientos años, Carl von Clausewitz, en su obra «De la guerra», postuló la siguiente máxima:
La guerra no es simplemente un acto político, sino un verdadero instrumento político, una continuación de las relaciones políticas, una gestión de las mismas con otros medios. (…) La guerra no es sino la continuación de las transacciones políticas, llevando consigo la mezcla de otros medios. Decimos la mezcla de otros medios, para indicar que este comercio político no termina por la intervención de la guerra [1].
La realidad es que, por más que Clausewitz estuviera en lo cierto, esta concepción solo cobra su total sentido a la luz del marxismo. No es sino gracias a la teoría revolucionaria que podemos comprender el papel real que juegan las guerras imperialistas en el desarrollo del modo de producción. La guerra, consecuencia directa de la existencia de sociedades erigidas sobre la propiedad privada, constituye un choque armado que, si se nos permite, podríamos calificar como «redistributivo». A grandes rasgos, en la guerra, las naciones y los imperios chocan entre sí para hacerse con las riquezas del enemigo. Las causas que a ella conducen, empero, son múltiples e inextricables, y los ideales en liza, aquellos que justifican la carnicería y embalsaman el alma, juegan un papel importantísimo en las mentes de los hombres. La travesía del cruzado, como la del carolino sueco, sería inexplicable sin su inquebrantable fe en Dios. No podemos decir lo mismo del infante francés embarrado en Verdún ni del casaca roja inglés apostado en Bangalore. Claro que ambos son representantes de un tipo muy concreto –e históricamente reciente– de soldado: el infante regular.
El infante regular es, en lo fundamental, el núcleo «de masa» de casi cualquier ejército histórico. Cuando decimos «núcleo de masa» nos referimos a que representa el núcleo de gravedad, el grueso de la fuerza armada, pero no su unidad «decisiva». La guerra tardo-feudal constituye el paradigma o, mejor dicho, la representación más explícita de lo que intentamos describir. La hueste señorial está conformada generalmente, por un lado, por un grupo reducido de caballería pesada que reúne al señor, sus caballeros, y un pequeño contingente de hombres de armas a caballo pertrechados con armadura; por otro lado, por una ingente masa campesina alzada en armas, pobremente equipada y entrenada, que puede contar, en ocasiones, con un núcleo reducido de hombres de armas o mercenarios a pie que funcionan como elemento cohesionador. Las levas campesinas conforman «la masa», encargada de consolidar y ocupar el terreno. Pero son el señor feudal y sus caballeros, las moles de metal, los que concentran la verdadera capacidad ofensiva y de maniobras de esta tipología de ejército. Este paradigma, que en el Mediterráneo se cimenta en los estadios finales del Imperio Romano gracias a las reformas de Diocleciano, se mantiene intacto hasta bien entrado el siglo XIX. La infantería encontrará, con el desarrollo de las fuerzas productivas, pequeñas «cumbres» a lo largo de los más de mil años de historia que estamos abarcando en unas pocas líneas. El lansquenete y el tercio, por ejemplo, dominan el campo de batalla europeo temporalmente gracias a la introducción de la pólvora; y la New Model Army de Cromwell se impone a las tropas realistas gracias a la introducción de la férrea disciplina ideológica de su infantería. Pero incluso en el combate pre-napoleónico, caracterizado por los grandes ejércitos de hombres a pie dispuestos en formaciones geométricas, la capacidad ofensiva de la infantería es escasa, la artillería todavía es un elemento táctico cuya principal función es la de forzar al contrincante al movimiento y el peso de la verdadera capacidad ofensiva recae todavía sobre la caballería.
Esto encuentra una explicación de lo más sencilla que, como no podría ser de otra forma, se enraíza en factores «extramilitares», si es que nos atenemos a la división formal burguesa. Hasta que la producción industrial no aparezca, el soldado de a pie estará, por fuerza, pobremente equipado, pobremente entrenado y pobremente instruido. Proveer una hueste de cien campesinos con un yelmo es más barato que equipar a diez caballeros, y cien mosquetes son mucho, mucho más baratos que un cañón de doce libras. Así, el arma que le corresponderá al infante, barata, fácil de producir y sencilla de utilizar, es la lanza. La llegada del arma de fuego no quebranta esta realidad, sino que la refuerza. Si tomamos la doctrina de infantería típicamente pre-napoleónica, que hemos introducido solo unas líneas más arriba, observaremos que el uso del proyectil no tiene como fin infligir daño, sino desmoralizar al enemigo. El mosquete propio de finales del siglo XVIII es lento, poco preciso, aparatoso y difícil de recargar. Su verdadera capacidad ofensiva se reduce a la bayoneta, que transforma el mosquete en un palo con un cuchillo afilado en la punta. En efecto, lo transforma en una lanza.
No es hasta la segunda mitad del siglo XIX que la guerra sufre una transformación radical. Con el desarrollo de la gran industria y de la logística, protagonizada ahora por el ferrocarril, los preceptos militares clásicos empiezan a ser desplazados. La guerra reposa ahora sobre el proyectil, y no sobre el combate cuerpo a cuerpo. La artillería adquiere una capacidad destructiva sin parangón, y la caballería empieza a ser desplazada en favor de las armas de fuego de fácil recarga. La doctrina militar imperante en las naciones europeas no se adapta a este cambio con la velocidad que debería, y esta mixtura de nuevas fuerzas y viejas formas encuentra su violenta resolución en los primeros compases de la Primera Guerra Mundial. La trinchera y las líneas defensivas sucesivas agregan una segunda dimensión al combate, que ahora no permite la maniobra en el plano «horizontal», pues el frente abarca la extensión completa de la frontera entre los países en liza, forzando a los ejércitos a maniobrar «en profundidad». Es decir, el nuevo paradigma obliga a los contendientes a maniobrar en base a la penetración de las líneas enemigas, y no en base a su circunvalación. Esto, sumado al despliegue colonial e imperial asimétrico protagonizado por las grandes potencias imperialistas, acabará por desembocar en el fetichismo tecnológico-militar, en la sobredimensión de la importancia del tanque, de la aviación o de las innovaciones en la guerra electrónica. Nada más lejos de la realidad, la transformación burguesa de la guerra desplaza la atribución ofensiva a la infantería.
Y, hoy, el desarrollo de las fuerzas tecnológico-militares brindan a la pequeña unidad de una potencia de fuego jamás antes vista. Un pelotón de unos diez hombres está provisto hoy de lanzacohetes, ametralladoras y rifles de tirador. Un tanque de 10 millones de dólares puede sucumbir al impacto de un proyectil cuyo coste de mercado roza los 4.000. La guerra en Ucrania demuestra que, tal y como ocurría hace ochenta años, los avances no dependen de la velocidad del blindado, sino de la acumulación masiva de salvas de artillería sucedidas por el avance de la infantería. Ella es el centro de masa y de gravedad, la base desde la que debe erigirse cualquier doctrina militar.
A medida que los conflictos se estancan, las ensoñaciones sobre las wunderwaffe [2] y los teoremas basados en los cuerpos profesionales se disuelven en la conscripción en masa y la guerra de desgaste en la que, por supuesto, gana aquel que es capaz de desplegar una masa armamentística superior. La mentalidad militar sigue anclada en la propuesta pre-burguesa. La doctrina para la «batalla» está pensada para el combate en el campo llano, y queda pulverizada en el combate urbano. Resulta que el desarrollo del capitalismo ha supuesto la urbanización de buena parte del globo, y los combates se producen, muy a menudo, en entornos urbanos. Pero para ellos no existe doctrina en los manuales burgueses: la ciudad se niega –mediante el bombardeo o el rodeo– o se le presupone un carácter infranqueable. Y tan pronto como los ejércitos se desprofesionalizan, en la medida en que adquieren un carácter «de masas» a razón de la entrada en masa de proletarios forzados, el mando sufre para adaptarse. En lo tocante a la guerra regular, la burguesía, podemos decir, ha rechazado el modelo castrense que le brindó la victoria en su periodo ascensional, al menos en apariencia.
Y es que con la Revolución Francesa llegó el principio del fin del mundo de los aristócratas. La igualdad jurídica entre los ciudadanos de la República trajo consigo la instauración de la meritocracia y, ella, el ascenso de teóricos militares revolucionarios. La Convención Jacobina, viéndose superada por las tropas de la Primera Coalición, decretó, el 23 de febrero de 1793, una «leva en masa» de 300.000 ciudadanos que pronto pasó a engrosar las filas del Ejército Revolucionario. Para agosto del mismo año, el todavía jacobino Lazare Carnot logró instaurar un simple pero eficaz modelo de unidad militar: la demi-brigade –literalmente «semibrigada»–. La demi-brigade jacobinacontiene ya, en lo fundamental, la esencia de la unidad militar regular del ejército revolucionario. Los conscriptos son agregados a unidades con un núcleo profesional militar, de tal modo que la reducción de la eficacia de la unidad queda aliviada por su aumento numérico. Los ejércitos no presentan una brecha sustancial entre unidades profesionales y no profesionales, sino que, de forma general, la capacidad operativa se mantiene estable. A la fórmula se le agrega un tercer actor, un adjunto al oficial militar: el comissaire politique o répresentant en mission, predecesores de los comisarios políticos comunistas. Los comissaire politique no recibirían todavía las atribuciones político-ideológicas que caracterizaban a los politruk, pero comparten con ellos una función que nos es de mayor interés hoy: la capacidad de ocupar el mando en situaciones que, a ojos de la doctrina militar burguesa, un oficial regular «no puede resolver». Hablamos no solo de la supervisión de la conscripción, sino, y, sobre todo, de la supresión de las revueltas urbanas, de la guerra de contrainsurgencia. Y fue esta dirección política, no técnica, la que permitió a los comissaire aplacar las revueltas en Nantes, Lyon y Marsella, tal y como los comisarios políticos brillaron en su dirección de la guerra partisana soviética, en los combates urbanos en Tsaristyn durante la Guerra Civil Rusa y, veinte años después, en la misma ciudad, ahora llamada Stalingrado.
Así, hemos visto que la guerra burguesa encumbra a la infantería. Pero, camaradas, fijaos en que hemos introducido tímidamente tres variables que constatan la importancia histórica de la guerra de guerrillas: la profundidad, la ocupación del enemigo y el terreno irregular, que, si en el siglo pasado quedaba relegado al monte, el bosque y la jungla, hoy queda encarnado, definitivamente, en la urbe. El desarrollo del capital es también contradictorio en la guerra, parte fundante de su despliegue. Y es aquí donde se inscribe la guerrilla, cuyo carácter, ateniéndonos a la categorización burguesa, es, en lo fundamental, político.
3. La defensa ofensiva
Llegamos, al fin, a la guerra de guerrillas. Y es obligatorio, pensamos, esclarecer de una vez su verdadero carácter tras este extensivo desvío, aunque hayamos apuntado sucintamente a su carácter. El sujeto que practica la guerrilla es, ante todo, un partisano, un individuo que toma partido. Su motivación es explícitamente política, y su adscripción a la guerrilla es, por lo general, voluntaria. Si el ejército uniformado practica el combate regular, es decir, la guerra organizada bajo unos parámetros concretos, el papel del guerrillero es el de la guerra irregular. Tal cosa no significa, ni por asomo, que el partisano no deba estar organizado, sino que su forma de organización es otra. En palabras de Lenin:
El argumento de que la guerra de guerrillas desorganiza el movimiento debe ser apreciado de manera crítica. Toda forma nueva de lucha, que trae aparejada consigo nuevos peligros y nuevos sacrificios, «desorganiza», indefectiblemente, las organizaciones no preparadas para esta nueva forma de lucha. Nuestros antiguos círculos de propagandistas se desorganizaron al recurrir a los métodos de agitación. Nuestros comités se desorganizaron al recurrir a las demostraciones. En toda guerra, cualquier operación lleva un cierto desorden a las filas de los combatientes. De esto no puede deducirse que no hay que combatir. De esto es preciso deducir que hay que aprender a combatir. Y nada más [3].
La guerrilla aparece, en primer lugar, como una forma espontánea de lucha contra el invasor o el opresor, siendo genéricos. La lógica histórica que lleva a la formación de una guerrilla es más bien simple: si las condiciones orográficas y sociales –por ejemplo, la tenencia extensiva de armas– lo permiten, una vez que un territorio es invadido o se produce un cambio brusco en la forma de gobierno, una porción de la población es galvanizada en su oposición al nuevo aparato de dominación y se lanza a las armas de forma espontánea. Aquí debemos incidir en dos factores: primero, la guerrilla no es necesaria ni fundamentalmente proletaria, y, segundo, su surgimiento espontáneo reposa, en efecto, sobre la capacidad espontánea de las masas, hoy enormemente limitada en el polo imperialista. Lo que sí presupone la guerrilla es, necesariamente, un apoyo popular sustancial, que posibilita su existencia, la reposición y ocultación de sus efectivos, y la obtención de aquella información que resulta crítica en el desarrollo de sus operaciones. La guerrilla presupone, entonces, un profundo factor de ideologización entre las masas que participan de ella activa y pasivamente.
Antes hemos contrapuesto el carácter técnico-militar de la guerra regular al carácter político de la guerra partisana. Diremos que esta contraposición es del todo falaz, por más que útil para entroncar su introducción en el panorama militar. Porque la guerrilla, espontánea u organizada en un aparato político, responde a una serie de criterios técnicos tan importantes como categorizables. La guerrilla no va uniformada, se funde con la población. Tal cosa dificulta, y mucho, las actividades de contrainsurgencia. La resistencia francesa durante la ocupación nazi, el alzamiento del pueblo durante la Guerra del Francés, e incluso la actividad de los talibanes afganos durante la ocupación estadounidense dan buena fe de ello. La teoría militar burguesa encuentra aquí otro aspecto difícil de sistematizar: si antes decíamos que es incapaz, por la misma forma en que comprende la guerra, de desarrollar un corpus doctrinal adaptado al combate en el terreno irregular que permite la ocultación –ciudades, bosques, junglas, etc.–, se le agrega aquí otro factor que la imposibilita en la misma medida: el desconocimiento constante del origen de la amenaza.
En la suma de todo lo que hemos descrito hasta ahora encontramos el papel de la guerrilla en la guerra moderna: la disrupción de la ocupación y la logística, cuya consecuencia es el arremolinamiento de una cantidad sustancial de efectivos que la pueden llevar a convertirse en un ejército regular. Este fue el desarrollo que sufrieron los partisanos yugoslavos y así fue que los partisanos bielorrusos lograron controlar el 60% de la superficie de la república. Aunque el paradigma de esta mutación es, sin lugar a dudas, el Ejército Popular de Liberación de los comunistas chinos. Así, la guerrilla desarrolla un tipo de combate que podríamos definir como «defensa-ofensiva». A diferencia de un ejército regular, es capaz de defender un territorio cuando el frente ha caído. Pero su defensa no es estanca, no consiste, no inmediatamente, en la posesión del terreno. En este sentido, su defensa es, en realidad, una ofensiva de baja intensidad. La guerrilla no avanza, pero su principal función es la de debilitar al enemigo, sus nodos logísticos, su retaguardia. Es decir, la guerrilla ataca la profundidad, el nexo existente entre la estrategia militar y la táctica aplicada en el frente, aquello que los teóricos soviéticos denominaron «operación». El partisanismo aflige la capacidad que un ejército posee para reponerse, para seguir combatiendo con normalidad. Supone, por decirlo de alguna forma, una insurrección prolongada tras las líneas enemigas. Y es que la guerrilla solo puede existir, en términos históricos, como consecuencia última de las contradicciones militares del capitalismo. Solo cuando el infante es el centro del combate, cuando las fuerzas productivas permiten la provisión industrial de armamentos efectivos a larga distancia, y cuando la movilización de un ejército burgués, a pesar de obedecer el paradigma profesional, reposa sobre el avance de una masa ingente poco entrenada, solo entonces aparece la guerrilla.
Nada de esto consagra a la guerra de guerrillas como una forma de lucha específicamente proletaria. De nuevo, y en palabras de Lenin:
Las formas de lucha de la revolución rusa, comparadas con las revoluciones burguesas de Europa, se distinguen por su extraordinaria variedad. Kautsky lo había previsto en parte cuando decía en 1902 que la futura revolución –tal vez con excepción de Rusia, añadía– sería no tanto una lucha del pueblo contra el gobierno, como una lucha entre dos partes del pueblo. En Rusia vemos que esta segunda lucha toma indudablemente un desarrollo más extenso que en las revoluciones burguesas de Occidente. Los enemigos de nuestra revolución son poco numerosos entre el pueblo, pero se organizan más y más a medida que la lucha se agudiza y reciben apoyo de las capas reaccionarias de la burguesía. Es, pues, completamente natural e inevitable que en una época semejante, en una época de huelgas políticas en escala nacional, la insurrección no puede adoptar la antigua forma de actos aislados, limitados a un lapso de tiempo muy breve y a una zona muy reducida. Es completamente natural e inevitable que la insurrección tome formas más elevadas y complejas de una guerra civil prolongada y que abarca a todo el país, es decir, de una lucha armada entre dos partes del pueblo. Semejante guerra no puede concebirse más que como una serie de pocas grandes batallas, separadas unas de otras por intervalos relativamente considerables y una gran cantidad de pequeños encuentros librados durante estos intervalos. Si esto es así –y lo es–, la socialdemocracia debe sin falta plantearse la tarea de constituir organizaciones que sean lo más aptas posibles para dirigir a las masas en estas grandes batallas y, en lo posible, en estos pequeños encuentros. La socialdemocracia debe proponerse, en la época en que la lucha de clases se agudiza hasta llegar a la guerra civil, no solamente tomar parte en esta guerra civil, sino también desempeñar la función dirigente en ella. La socialdemocracia debe educar y preparar a sus organizaciones para que realmente sean capaces de actuar como una parte beligerante, no dejando pasar ninguna ocasión de asestar un golpe a las fuerzas del adversario [4].
La guerrilla, entonces, se presenta como un medio militar de gran valor, pero no el único. En su camino a la victoria, la revolución comunista emplea todos aquellos métodos de lucha que están a su alcance, conjugándolos orquestalmente, comprendiendo, así, la guerra en su totalidad. Creemos útil ilustrar aquello a lo que nos queremos referir citando a Stalin, que, a menudo, es presentado –falsamente– como un aguerrido detractor de la guerra de guerrillas. En 1951, en sus discusiones con el Comité Central del Partido Comunista de la India, diría:
¿Necesitáis una guerra partisana? Indudablemente. ¿Dispondréis de regiones liberadas y de un Ejército de Liberación Nacional? Dispondréis de tales regiones y, posiblemente, de tal ejército. Pero esto es insuficiente para la victoria. Necesitáis combinar la guerra partisana con las acciones revolucionarias de los obreros. Sin esto, la guerra partisana, por sí sola, puede ser insuficiente para obtener la victoria Si los camaradas indios pueden organizar huelgas generales de los obreros del ferrocarril que paralicen la vida del país y del gobierno, tal cosa puede suponer una ayuda enorme para la guerra partisana. Tomad al campesino. Si le decís: «esta es tu guerra partisana, que tendrás que librar tú solo», el campesino preguntará: «¿por qué debe recaer solo en mí esta pesada carga? ¿Qué harán los obreros?» No estará de acuerdo con cargar, por sí solo, con todo el peso de la revolución. Es suficientemente inteligente, posee la conciencia suficiente para saber que todos los males vienen de la ciudad –impuestos, etc.–. El campesino querrá un aliado en las ciudades [5].
Comparemos las propuestas estratégicas que emanan de este fragmento con el caso con el que abríamos el presente texto, el de la operación Bagration. ¿Cuál era el centro de gravedad estratégico de la operación Bagration? El Ejército Rojo, regular, y, por encima suyo, el tejido industrial soviético. La clase social sobre la que se apoyó fue, en lo fundamental, el proletariado; mientras que el campesino, base social del movimiento partisano, servía de apoyo al eje central. ¿Y qué propone Stalin a los comunistas indios? Lo inverso. En un país eminentemente rural, eminentemente campesino, con escasos y dispersos núcleos industriales, el centro de gravedad militar en las primeras fases de la guerra civil revolucionaria debe recaer sobre el campesino organizado en la guerrilla. Él ha de llevar el peso de la ofensiva. Encontramos que la actividad proletaria en los núcleos urbanos suple el papel disruptivo que generalmente le es atribuido a los partisanos. Las sucesivas guerrillas deben, en la medida de sus posibilidades, concentrarse, dando así lugar a una ofensiva general y regular encargada de barrer con un Estado desballestado y con una producción demolida por el sabotaje y la huelga. Fiel al principio de la smychka, la alianza obrero-campesina, Stalin resuelve también, de esta forma, el ineludible principio de politización de las masas mediante su acción. La lucha económica proletaria es elevada a lucha político-militar de baja intensidad, y el campesinado pobre, disperso por definición, queda ahora vinculado en la práctica activa dirigida por el Partido Comunista.
La revolución india no sucedió, tal y como es evidente, pero este breve fragmento alecciona sobre la flexibilidad que debe servir como base a nuestro razonamiento militar. En consonancia con la realidad material y los principios revolucionarios, los comunistas deben usar cuantos métodos estén a su disposición. La comprensión total del terreno y de los tiempos en que uno combate, claro está, son fundamentales en el triunfo absoluto sobre la reacción.
4. Una breve conclusión
Con este artículo, breve y constreñido, no hemos descubierto la pólvora. Nuestro objetivo, y esperamos haberlo cumplido, no era otro que el de poner encima de la mesa los principios generales que rigen la guerra en el mundo moderno y el papel que la guerrilla juega en la única guerra que merece la pena librar: la de clases. La guerra partisana es, a menudo, rodeada de un misticismo del todo injusto, cuando no rechazada frontalmente por su «imposibilidad» en la hora actual. Y nosotros, ante la pléyade de liquidacionistas que rechazan frontalmente los textos militares clásicos por su «desfase», no podemos hacer más que sonreírnos. ¿De qué modo está, la guerrilla, desfasada en un mundo de urbes, armas baratas y ejércitos macrocefálicos? De ninguno. Claro que, a ojos del que se deja guiar por la inmediatez, por la desaparecida espontaneidad de un proletariado fagocitado por la normalidad burguesa, hasta la huelga general se le antoja como una meta inalcanzable.
Los comunistas deben prestarse a estudiar y desarrollar la mal llamada «cuestión militar». Porque la acción armada revolucionaria no es, en verdad, más que la acción consciente y violenta del proletariado, el aprovechamiento y desarrollo hasta las últimas consecuencias de las contradicciones que afligen el modo de producción capitalista. La guerra de clases, camaradas, no termina allí donde ya no se oye el estruendo de la artillería. La huelga de masas, el sabotaje industrial, la ofensiva organizada y el siseo de las balas partisanas son aspectos de una misma lucha que se desarrolla de forma desigual y combinada. La lucha de clases lo abarca absolutamente todo, y nuestro bando está compuesto por batallones, ejércitos enteros que siquiera son conscientes de ellos. Para cuando el trabajo colosal de los revolucionarios de nuestros tiempos permita el inicio de las hostilidades, los comunistas deberán haberse pertrechado con el más profundo conocimiento de la doctrina militar revolucionaria, que incluye, indefectiblemente, el uso de la guerrilla.
[1] Carl von Clausewitz, De la guerra (Madrid: La esfera libros, 2014), 1832.
[2] En alemán, y literalmente, «arma maravillosa», el término wunderwaffe, de uso propagandístico, fue acuñado por el Ministerio de Propaganda de la Alemania fascista para denominar los armamentos considerados tecnológicamente punteros, tales como los misiles V-1 y V-2, el Me 262, el primer avión a reacción de la historia, o el proyecto de tanque superpesado Landkreuzer P. 1000 «Ratte».
[3] Lenin, La guerra de guerrillas, 1906. Publicado en el recopilatorio «La guerra de guerrillas a la luz de los clásicos del marxismo-leninismo», de Ediciones Uno en Dos: https://unoendos.net/wp-content/uploads/2024/04/Guerrillas-a-la-luz-de-los-clasicos.pdf.
[4] Íbid.
[5] Vijay Singh, Record of the Discussions of J.V. Stalin with the Representatives of the C.C. of the Communist Party of India Comrades, Rao, Dange, Ghosh and Punnaiah. 1951. En: https://www.revolutionarydemocracy.org/rdv12n2/cpi2.htm [Traducción propia].